50 años ¿no es nada?
Había una vez hace 50
años un puñado de adolescentes pasmados por el salto (entonces no se hablaba de
quántico) que implicaba dejar atrás el colegio o la escuela primaria, con ella
la niñez, para adentrarse en las nuevas experiencias de la enseñanza
secundaria. Apenas amaneciendo, antes de las 7 afuera de la casa de la segunda
cuadra de la calle López Velarde, habilitada pomposamente como sede de la
Escuela Secundaria Federal ES-343-1, los futuros compañeros nos agrupábamos
según el plantel del que proveníamos, algunos sintiéndonos ridículos con el
uniforme caki con corbata y cuartelera. Otros portándolo ya, si no con orgullo
al menos con cierta satisfacción y solvencia. En la esquina de Pedro Parga un
jovencito bajito y regordete batallaba para hacerse el nudo, otro, más alto y
espabilado, se acercó para ayudarle, cercanos a la puerta los que venían de
escuelas de gobierno resentían menos el impacto del cambio y esperaban la apertura
de la puerta. La mayoría de los que proveníamos de colegios católicos si no
mascullábamos oraciones si al menos, lamentábamos exponernos al ateísmo cuando
no a la masonería confesa de las secundarias federales, ¡Qué digo! ¿Las
secundarias?, ¡Si era una sola! La
número 1.
Ya en el interior la
bienvenida a cargo del profesor Don Juan Lebrún Fuentes, cordial y respetuoso,
invitaba al diálogo y al trabajo, disipaba las inquietudes y alimentaba la
confianza. Yo, que venía del Colegio Portugal y que ante la oposición de mi
papá abrigaba simpatías por agrupaciones de apostolado laico como la
Congregación Mariana, la A.C.J.M. y Escuderos de Colón, revisaba con cuidado a
los maestros esperando encontrar las muestras de un rabo puntiagudo escondido
en las entretelas del pantalón, o las pezuñas de cabra ocultas entre los
bostonianos o los cuernos mal disimulados entre el copete rebeldón de alguno,
en sentido figurado por supuesto. Ni asomo de ello, por el contrario, ahora lo
puedo decir sin rubor, cuando los años me permiten usar los calificativos
plenamente y en su total extensión, todos mis maestros “amorosos”, “dadores”,
“luminosos”. Ni mártires ni héroes, pero sí apóstoles: mujeres y hombres
preparados en las escuelas normales, con carencias con limitaciones técnicas y
materiales que suplían con responsabilidad, entrega, entusiasmo y vocación por
la enseñanza.
Mencionar a algunos
sería en desdoro de los que la memoria traiciona, pero peor sería no recordar a Hercilio Torres
Manzo, con una pasmosa agilidad mental, con una inteligencia brillante, con una
agudeza de ingenio, con una claridad de exposición, que entre “berenjenales”
(su expresión favorita) desembrozaba los misterios matemáticos haciéndolos
comprensibles y agradables y a quien debo hasta la fecha (no muy común entre
abogados) mi afición al álgebra que nació con los productos notables; a la
música clásica, a fuerza de oírla y entenderla como producto cultural de una
época y de una comunidad más que de una persona por genial que fuese; a la
física y la química que se volvían parte de la vida, de la convivencia, de la
experiencia… Me dicen que el maestro aún vive, no lo sé, lo que sé es que
vivirá con nosotros, los que fuimos sus alumnos, para siempre.
¿Alguién de los que lo
conocieron podría no recordar al profesor J. Refugio Miranda Aguayo? Bonachón,
sensiblero, con hondos valores patrióticos, masón convencido, cordial y
muchachero, vacilador y cuando hacía falta, lo cual no era muy frecuente, disciplinario.
Recuerdo las peregrinaciones de más de alguna mañana de lunes, cuando las
consecuencias de algún sobrepaso hacia que no llegara a tiempo de la clase de
historia, en grupo formados marcialmente, (también era nuestro maestro de
educación física), nos dirigíamos a la Privada Arquitectos, a la vuelta de la
Secundaria, en donde afuera de la casa del Profesor le cantábamos “las
mañanitas” que salía a agradecer,
disculpándolo, su señora esposa.
¡Y la maestra Rosa
Guerrero Ramírez! ¡Señora Maestra!, y el profesor Neftalí Arellano Amor, y la
maestra Aurora Rodríguez Dávila y el profesor Raymundo Romero Ortiz, y..y… lo
dicho, imperdonable mencionar algunos en detrimento de otros, pero, en fin,
algunos dejaron mas huella...
Apenas un año después,
aquel puñado ya éramos un grupo, la convivencia, los juegos, las bromas, los
exámenes, las reprobadas y las aprobadas, los castigos, los estímulos, y, cosa
curiosa, las limitaciones, nos dieron cohesión. La “Uno” se hacía sentir y
sentíamos, ¡así era!, que nosotros éramos la “Uno”. El profesor Lebrún recibió
órdenes de cambio de adscripción y en su lugar llegó un profesor norteño,
desparpajado y vivaz, que de entrada rompía con el paradigma del director
cordial pero que guardaba distancias, Abel Zamudio López, activísimo,
incansable, que en poco tiempo rompió las barreras que los de la altiplanicie
central ponemos ante los de que provienen de las regiones de la “carne asada”.
A poco de su llegada consiguió el apoyo para mudarnos de residencia. De la
casita habilitada de López Velarde pasamos a una casota habilitada de Juan de
Montoro. Al conjuro del profesor Zamudio y a su voz de “Vejigas (así nos decía)
¡muévanse!” cargamos cada uno nuestra butaca y después los de las compañeras y
en un improvisado y singular desfile nos trasladamos a la nueva sede, que tenía
una obvia ventaja, dos salones daban a la calle, lo que nos permitía de repente
curiosear lo que afuera pasaba, en particular aquella maestra de brassier
puntiagudo que alborotaba las sensibles hormonas de la pubertad.
La pujanza de Zamudio
se hizo sentir y en pocos meses logró que la Secundaria tuviera su propio
terreno, sus instalaciones que en principio eran de escuela prefabricada, que
tuviera su nombre “Benito Juárez” y una pérgola a donde mandaba a tomar el
fresco a las “vegijotas” mal portadas. En la pérgola fue, que con apoyo de la
logia masónica “Benito Juárez” y ante la inminente visita inaugural del
presidente Adolfo López Mateos, se habría de colocar la placa alusiva en
bronce, que, naturalmente fue entregada por el maestro fundidor la mañana de la
inauguración, el albañil terminó de colocarla más o menos a las 10, dos horas
antes de la ceremonia, y Zamudio, nervioso como era, acudió a supervisar el
sitio. ¡Atiza! ¡Con mil demonios! ¡¿Quién hizo esta tontería?!, -¿Qué pasa
Maestro?, ¿Qué sucede?-
La flamante, la
brillante, la pulida placa conmemorativa de bronce, con la efigie del
Benemérito de las Américas y la leyenda alusiva a la inauguración, ostentaba
impúdicamente el apotegma juarista “El respeto al derecho ageno es la paz” Sí,
así, ajeno con “g”. Zamudio al borde de la neurosis, nosotros, entonces ya
alumnos de tercer año, entre apenados y divertidos, ¡el ridículo!, ¡el escarnio!,
¡la debacle!. –Retiren la placa- ordenó
el Director, cuando alguien, no recuerdo quien, tuvo la genial idea. Llamaron al
profesor Reyes del taller de balconería, con rapidez y destreza cortó la letra
“g” y limó el espacio donde había estado, con plastilina se modeló la “j” y se
pegó en su sitio, se pintó con pintura dorada y una hora después cuando el
Presidente descorrió la cortinilla lucía espectacular: “El respeto al derecho ajeno es la paz”.
Han pasado 50 años,
este sábado los sobrevivientes, afortunadamente la mayoría, nos reuniremos para
recordar anécdotas como éstas, homenajear en ausencia a nuestros maestros,
celebrar el milagro de estar vivos, contemplar disimuladamente el deterioro de
los otros, pensar que pese a todo la vida merece la pena, estrecharnos
amorosamente y ver, que aunque muchas cosas han cambiado, la placa de la
Secundaria con su apotegma parchado, ahora ya en bronce, sigue en su sitio, sin
cambio, y que nuestro afecto permanece, fortaleciéndose con los años.
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