Los olores de mi Feria.


Texto leído en la presentación del número 7 de la revista Ágora.

La feria, así, la feria, la que habita en el topos hiper uranos, aquel sitio en que Platón imagina viven los prototipos de los seres, en lo más alto del cielo, tiene, según se sabe por los que se asoman a la boca de la caverna, características tan peculiares que la transforman de un ente en una vivencia, tal y como reza el refrán español: “cada quien habla de la feria según le va en ella” de manera que hablaré de mis vivencias lo que sería interminable si no las acotase. Les invito a un breve recorrido por la feria.
La mañanita es fresca, como solían ser las mañanas de abril en que no pocas veces caían las heladas inclementes sobre las durazneras, entonces el viento traía los olores de las fogatas que se encendian para proteger los brotes y en el horizonte se apelmazaba el humo de las quemas. Llegar al jardín, un “jardín en primavera” decía José F. Elizondo, “estuche de ambrosía que cerraba celoso el velador”, era un banquete de olores, los rastros de los que quedaban de la noche y de la madrugada, agridulces de cerveza derramada, picantes y desagradables de otros derrames, pero al entrar al jardín dominaba el de la tierra mojada, recién regada. Los jardineros, amorosos y dedicados, apenas apuntaba la Aurora, formaban con lodo las regaderas pequeños acueductos que conducirían aquella agua de Ojocaliente, que llegaba entre tibia y cálida y que, junto con su olor inconfundible y el de la tierra mojada, también  subía el vaporcillo que iba a depositarse como rocío al revés, en los enveses de las hojas. Caminar las veredas entonces todavía de tierra,  era ir de descubrimiento en descubrimiento, los aromas de las flores,  incipientes al romper el día, todavía no sobrepasaban al delicioso de los “huele de noche” que se esparcía a lo largo y lo ancho de San Marcos y de los que ahora sólo quedan dos o tres arbustos en el jardín. El guano de las aves añadía un contrapunto silvestre mientras éstas ensayaban sus gorjeos en unos “tientos” que luego romperían en alegrías, sevillanas y bulerías… y el graznar de los perros del agua sello propio de nuestro jardín, gaviotas de agua dulce que dejaban caer los restos de su desayuno: esqueletillos de los peces pescados en las presas cercanas. ¡Ah! casi me olvidaba, en las veredas y el andador aparecían restos de estrellas que perezosas antes de desaparecer del firmamento estiraban sus puntas, se sacudían y sin duda restos de ella caían para decorar mi jardín. Los adultos decían que era diamantina que se desprendía de los antifaces y sombreros. Estaba claro que los adultos no sabían cómo eran las cosas, hoy que soy adulto lo confirmo, no tengo la menor idea de cómo son las cosas.
Pero estaban también los otros olores, los de la aplicación humana transformadora de la naturaleza, los del atole blanco y el atole champurrado con su toque de piloncillo y de chocolate, los tamales que pese al envoltorio de hojas bien fajado que les impedía desbordarse, se las ingeniaban para entre los intersticios pasar sus incitaciones que eran también invitaciones, de mole, de rajas pero no de chile ancho sino de chilaca o de chile güero, los de dulce con su viznaga; mas allá los condoches, las canelitas a las que un chorrito de alcohol de contrabando las volvía, según decían, tan eficientes como una “piedra” para aliviar a los “malitos”, término eufemístico para aludir a los emborrachados y a los borrachines. Ah, y no faltaba el levanta muertos infalible al que tomé aversión por la forma en que lo expendían, él o los vendedores que saliendo del rastro, el de la calle Guerrero, el de fábrica digna que no supieron apreciar los que le aplicaron la picota, llevaban su mercancía en cubetas sin más higiene que la de los placeres y los dolores, órganos interiores trasvasados del epiplón al recipiente, con el pregón que para mí era una alerta más que un anuncio “menudo de carneroooo”. Años después agradecí al Dr. Desiderio Macías Silva su solidaridad, cuando al percibir su tufo inconfundible lo definió como “caldo excrementicio”.
Y el santo olor de la panadería concentrado en los canastos con su remate cónico de hojalata que en maravilloso equilibrio asentado en la rueda, convertía en fenómeno al panadero que lo transportaba, gigante con una gran cabeza que  podría competir con los que los encantadores enviaban a Don Quijote, con una evidente ventaja para los nuestros, olían mucho mejor; aunque el parentesco no se podía evitar. En aquellos se molía el trigo, éstos transportaban el milagro del cereal hecho comunión. Desmontado el gigante, el canasto se asentaba sobre una tijera y quedaba dispuesto para aromar la entrada del templo y aguardar a los feligreses que una vez alimentado el espíritu quisieran hacerlo con el cuerpo.
De los tapancos ni hablar, quiero decir ¡Ni oler! Que hay ciertos fluidos que al abandonar sus recipientes se vuelven intolerables.
En cambio en los comederos de los jotos, de paso sea dicho sin ánimo homofóbico sino meramente descriptivo, se anunciaban con los olores de las verduras, las especias, los embutidos, los chiles, la cebolla, el jitomate, el cilantro, el perejil, (no el epazote que aún no nos había llegado el alud de chilangos con sus chascas, sus tacos con piña y sus altares de muertos), todos ellos harían luego la milagrería del mole, los tacos de moronga o los de chorizo. Al mediodía, el festín se desplegaba con lujo de colores y dispendio de sabores; para después y a manera de desempance beber un colorido vaso de tepache o una cebadina, de donde la vida no vale nada. Siempre se podía pasar y era una exigencia de la chiquillada, llegar a la nevería del “As”, en que para algunos la nieve era el pretexto para llegar al barquillo y a otros la gula apresurada garantizaba el dolor en la frente que para fortuna, duraba menos que el barquillo, la ciruela, el zapote, la fresa, etcétera prolongaban su madurez en el helado pero… sin duda la reina era la vainilla, que llegó a mi feria antes que los voladores de Papantla y que puestos a escoger, me quedo sin titubear con la vainilla.
Prometí ser rápido y el paseo se va prolongando, pero cómo no mencionar los frascos vitroleros con su arcoiris de agua fresca: la de cebada con sus rebanadas de fresa, la de piña de chillón amarillo pollo, la de guayaba sonrosada, la de tamarindo atrevida y la fresca fresquísima agua de chía, y a veces, para los gourmets la de lima con piñones, reservada para ocasiones grandes como los altares de Dolores, que como otros sabores y olores han desaparecido de mi Aguascalientes.
Se me hace tarde y quiero despedir mi vuelta en la Feria, pero me gritan los churros crepitando en el aceite, la fruta de horno que se asoma a la boca del jarro calientita y frágil, que se deshace en la boca, las gorditas de polvo, la mejor utilización del maíz después de la tortilla y el atole, los elotes bañados en su propio jugo,  desesperando  por el marchante que los alivie del calor despojándolos de su manga de hojas, y los tatemados que como San Esteban se sacrifican en la parrilla por el bien de la humanidad y… y se me acaba el tiempo y se me acaba…pero queda el justo para mencionarlas: la aristocracia del comal: las enchiladas, ¡las enchiladas estilo Aguascalientes!

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