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EL EJÉRCITO...¡A LA REJA!
La expresión popularizada hace mas
de cincuenta años por aquel simpático personaje José Candelario
Tres Patines de la serie radiofónica cubana “La Tremenda Corte”,
que nos sigue divirtiendo luego de mas de 5 décadas, expresión que
indicaba la sujeción al dictamen del neurótico juez del pícaro,
que día tras día se las ingeniaba para esquilmar al prójimo y así
convertirse en cliente asiduo de La Loma, el penal de La Habana.
Así: “El ejército...a la reja” titulé hace unos 30 años una
columneja que no resistió la censura y se la publicó muy
aseadamente como “El caso Tlaxicoyan”.
Entonces
era impensable cuestionar públicamente la actuación del ejército e
impensable también someterle al juicio de la opinión pública,
menos aún la posibilidad de procesar en tribunales del orden civil a
integrantes de las fuerzas armadas, y , desde luego solo en una mente
febril se hubiera gestado la peregrina idea de que la institución
mas digna de confianza en nuestro país, pidiera perdón públicamente
por el comportamiento ilegal de algunos de sus miembros.
Tras la inoportuna circulación en
redes sociales de un video en que aparecen elementos del Ejército
Nacional torturando a una joven mujer, al parecer sospechosa de la
comisión de algunos ilícitos, iniciada justamente durante la gira
del Presidente de la República a algunos países europeos, entre los
que privaba la idea, inoportunamente confirmada por el vídeo, de que
en México no se respetaban los derechos humanos y que la tortura era
una práctica generalizada y cotidiana. Entre protestas de decir
verdad de que se trataba de un caso aislado, el general Secretario de
la Defensa Nacional, convocó a elementos castrenses a un acto
público en los terrenos de la SEDENA en el que hizo un acto de
contrición, ofreció públicas disculpas, y señaló, como no podía
ser de otra manera, que se trataba de un acto aislado, cometido por
malos elementos que no tendría por que comprometer la conducta
impoluta del resto del ejército mexicano.
El historial del
ejército mexicano, me parece que ya lo he escrito en otra parte, se
distingue diametralmente de la historia de los ejércitos de la
mayoría de los países de Iberoamérica, por un fenómeno que se
presentó, mas o menos a un siglo de la independencia: la revolución.
El ejército formado por Don Porfirio Díaz, constituía como
seguramente lo era en otros países americanos un grupo privilegiado
con una casta de generales que pertenecían a una cierta aristocracia
que, al triunfo de la revolución, no la maderista, sino la
carrancista, efímera, pero que legó un instrumento que dio sentido
y unidad a la patria: la Constitución de 1917, fue sustituida por
un puñado de generales “revolucionarios” que propiciaron una
conformación mas popular de los mandos. El levantamiento de una
parte del ejército contra Madero, los sucesivos asesinatos de
Zapata, de Carranza, de Villa, el aplastamiento de la revuelta
Cedillista, el apagamiento de la llamarada que encendió la campaña
del general Juan Andrew Almazán, la desaparición del sector militar
del Partido de la Revolución Revolución Mexicana realizado por el
presidente General Manuel Ávila Camacho y el inicio de los
presidentes civiles, dejaron al ejército mexicano, al margen de
las aristocracias, y se convirtió en un sólido baluarte de las
instituciones (gobierno).
Las duras pruebas
del 68 y del 71 dejaron abollada pero sólida la armadura del
ejército, como garante de la paz y el orden, a costa de la muerte de
algunos jóvenes de ideas exóticas, poco precio frente a la
preservación de la nación mexicana. El combate a la producción y
distribución de estupefacientes a partir del gobierno de Adolfo
López Mateos, le colocó en una posición compleja y comprometedora.
Por una parte realizando tareas que no eran específicas de su
naturaleza, por otra, corriendo el riesgo, luego confirmado por las
consignaciones de altos mandos, de ser infiltrado y corrompido por
los tentáculos de la delincuencia organizada que no distinguen
colores ni sabores. La “declaración de guerra” del presidente
Felipe Calderón a la delincuencia organizada terminó de colocar al
instituto castrense en la situación mas difícil y comprometedora.
De entonces a la fecha se calculan en aproximadamente 200,000 las
muertes causadas por esta “guerra”. Involucrados en tareas para
las que no fue concebido ni preparado, la disciplina y lealtad de los
militares mexicanos han mantenido a flote la imagen y buena fama del
ejército. Las encuestas sobre la confianza de la ciudadanía en las
instituciones mexicanas, le colocan en lo mas alto, por encima de la
Iglesia Católica y muy por encima de la Suprema Corte. De otras
autoridades como los congresos, ni hablar.
Tlaxicoyan,
Tlatlaya, Acteal, por citar tres de los mas sonados, son eventos en
los que se ha cuestionado la actuación del Ejército y que, con la
aplicación, forzada, de la legislación militar, se le había dejado
al margen de las instituciones jurisdiccionales civiles. Las
resoluciones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos dejaron
sin alternativa al gobierno de México. Hubo necesidad de modificar
el Código de Justicia Militar para que señalara ¡habrase visto!
lo que la Constitución ya decía, que cuando un paisano fuese
afectado por una acción militar, los jueces competentes debían ser
los civiles, no los militares. Hubo necesidad de que un Tribunal
internacional lo dijera, para que se buscase cumplir con la
Constitución, no con el ordenamiento militar.
Ahora, la semana pasada, la Cámara
de Diputados aprobó diversas reformas al Código de Justicia Militar
en las que se confiere a la figura de un juez de control militar, la
posibilidad en casos graves, de ordenar cateos a domicilios
particulares, a las oficinas de autoridades, a las sedes del poder
legislativo e incluso a las oficinas de organismos autónomos como la
CNDH. Lo que se había ganado se retrocede. Siguiendo la lógica
constitucional cuando la investigación de la justicia militar
involucre a un paisano, autoridad o simple ciudadano, el conocimiento
jurisdiccional debe pasar a la autoridad del fuero civil.
El buen nombre y
buena fama del Ejército es un capital invaluable para la
preservación del orden, la seguridad, y el funcionamiento de las
instituciones. No basta con una disculpa, hay que asumir las
consecuencias legales. Y, no merece la pena arriesgarlo con medidas
legislativas que lo vuelvan a colocar en entredicho. Esa reforma no
debe prosperar.
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