Gente de 7 oficios...
Varela
en la madrugada,
cuando
le aprieta la cruda,
ya
no es Varela Quezada,
sino
Varela que suda.
Epigrama
de Humberto Brand Sánchez.
Hoy
(es decir ayer que es cuando pergeño estas deshilvanadas líneas)
cumpliría Manuel Varela Quezada noventa y ocho o noventa y nueve
años, ¿Qué son cien años para la vida de una estrella?, su gente
venía de Nochistlán, con el que don Remigio Morfín, remata una
cuarteta descalificativa en donde sólo se salvan los “chapulines”
y que con perdón de usted, transcribiré, espero que impunemente:
“águilas en Teocaltiche, para quedados la Chona, los rateros de
San Juan y jotos en Nochistlán”, ¡Ah que don Remigio tan
ocurrente!. Varela fue compañero en la preparatoria de mi tío
Eduardo, hermano de mi mamá y el que por extrañas circunstancias
nunca bien aclaradas, se refundió luego de terminar su carrera en un
pintoresco pueblo del estado de Hidalgo, Jacala, puerta de entrada a
la Huasteca y de donde sólo salió para morir circunstancialmente en
un templo de la ciudad de México, pero esa es otra historia que
quizás algún día platicaré y que por ahora duele por el dolor de
mi abuela y el de mi madre que durante muchos años no supieron de
aquel hijo y de aquel hermano extraviado, pródigo con los de fuera,
candil de la calle y oscuridad de su casa (como muchos solemos ser).
Manuel
Varela Quezada, moreno, brillante de piel y de inteligencia, de
sonrisa blanca y pícara, de saltones ojos miopes que guardaba celosa
y necesariamente en unas vitrinas de fondo de botella, resultado de
su desmedida afición a la lectura y de las precarias condiciones de
iluminación de sus tiempos de estudiante y de su doble turno de
estudio y de trabajo en que desgastaba la vista para sobrevivir y
sobrestudiar, cabello quebrado y de un ingenio que chisporroteaba y
que hacía sentir a la menor provocación, lo que resultaba para mas
de alguno, molesto, especialmente para el que no tuviera la agilidad
para mantenerse a la par en la conversación y en el vertiginoso
juego de ideas y de palabras que lo caracterizaba.
Había
estudiado además de la preparatoria una carrera media que se conocía
entonces como “teneduría de libros”, algo así como lo que
después se llamó contador privado, y como parte de ese estudio la
taquigrafía que manejaba a la perfección, al extremo que para
solventar sus gastos en la ciudad de México especialmente los de los
libros y los del vino (para evitar mencionar a las mujeres, de todo
su respeto y del mío), que eran sus grandes aficiones, tomaba nota
con pelos y señales de las clases de los grandes jurisconsultos de
su tiempo, que luego transcribía y que se convirtieron en los
“apuntes” que empastados rústicamente se vendían a la entrada
de la antigua Escuela de Jurisprudencia en San Ildefonso en el centro
de ciudad de México.
En
sus recuerdos de estudiante destacaba la gesta que maestros y alumnos
de la universidad apenas con unos años de existencia, se había
inaugurado el 22 de septiembre de 1919 por Don Porfirio Díaz, que si
no bastara su espléndida obra administrativa, tendría con la
creación de la Universidad para guardarle un lugar de privilegio en
la cultura del país. Es duro recordar, pero hay que hacerlo, Don
Benito Juárez cerró definitivamente la Universidad de México, la
idea de que no hay solución de continuidad de la Real y Pontificia
con la UNAM, es mera pirotecnia argumentativa. A Varela le tocó
junto con sus compañeros de “Leyes”, mi tío, entre otros,
participar en las jornadas de lucha que tuvieron como consecuencia la
obtención de la “autonomía” de la Universidad Nacional, aquella
gesta lo marcó de manera definitiva, su vocación magisterial, su
vocación académica, su vocación universitaria se acrisolaron de
manera indeleble. En la Secundaria de la Prepa, la del Ferrocarril
como se le conocía, impartió sin interrupciones su clase de Civismo
a la que llegaba en el coche de sitio que le hacía el servicio y a
la que sólo dejó, cuando su deteriorada salud, ya pasados los
ochenta años le volvieron imposible con ese deber autoimpuesto.
Destacado
profesional del Derecho fue Juez, fue Procurador, fue Secretario de
Gobierno, litigante tenaz y sapiente, aguerrido y cuidadoso, lo
llevaba en la sangre, tanto que cuando por haber accedido al
Notariado en el que también se desempeñó brillantemente, se valía
de subterfugios y prestanombres para continuar litigando. Por cierto
sus inicios como juez fueron en el estado de Zacatecas, precisamente
en el Jerez de López Velarde, en donde por un lío de faldas mas que
de expedientes, recibió amenazas y un convincente balazo
afortunadamente no de gravedad que lo convenció de regresar a
Aguascalientes, en donde vivió dando cátedra de sapiencia, agudeza
y bohemia hasta que el corazón, sobretrabajado, sobreexplotado,
sobreamado, agotó sus últimas reservas.
Yo
lo conocí siendo un muchacho, recién ingresado a la carrera de
Derecho de la UNAM, en las primeras vacaciones el maestro de Derecho
Civil, Don Ignacio Galindo Garfias, nos dejó con el evidente ánimo
de arruinarnos el descanso, una tarea de investigación. Las
bibliotecas de Aguascalientes eran pobres de solemnidad: la Fernández
Ledezma que pese a los esfuerzos del Profr. Francisco Antunez tenía
un acervo muy pobre, la de la Prepa que tenía algunos tesoros
incunables americanos que inexplicable o explicablemente desaparecían
hasta que por 1980 se catalogaron y se pusieron a buen recaudo,
además una enciclopedia monumental y libros de texto, la de Catedral
que sólo tenía “Vidas ejemplares” y la del Centro Social
Morelos, la mas surtida pero no en Derecho. Acudí con el licenciado
Varela, le expliqué mi necesidad y me pasó a su biblioteca, en ese
tiempo la mas importante en materia jurídica, ocupaba varias
habitaciones de su bibiloteca-notaría-casa en la primera calle de
Hornedo, con libreros de piso a techo, todos los libros en perfecto
orden y debidamente clasificados. Me dijo, todo lo que necesites está
a tu disposición, pero con una sola condición, de aquí no sale
ningún libro. Durante varios días estuve yendo y en alguno de ellos me
preguntó por mi nombre, se acordó de mi tío y desde entonces fui
“Jesusito”.
En
adelante en las vacaciones las visitas al “maestro” Varela eran
obligadas, las lecturas y la conversación enriquecedoras y también,
la bohemia, la música, la declamación (era poeta y asiduo
colaborador de la revista “Aries”), los brindis, y había que
beber, decía él, al estilo Varela: la copa nunca llena ni vacía.
Ya como abogado y luego como notario, sus consejos, sus formatos, su
intuición jurídica afinada por los años de experiencia, fueron una
fuente inagotable de conocimiento. La amistad se consolidó y me
permitió servirle en algunas actuaciones notariales, hasta que, la
ingratitud de algunos cercanos, le forzaron a cambiar su voluntad de
ceder a la Universidad de Aguascalientes, su acerbo bibliográfico.
Un
día poco antes de su muerte, nos encontramos por la calle Madero, lo
acompañaba un jovencito al pendiente de su paso. -¿Cómo está
Maestro, que bueno que lo veo, póngale fecha y nos vamos a comer?-
-Ando mal, Jesusito, imaginate ya tengo que traer lazarillo, porque
si me da un patatús, nadie va a decir pobre viejito, sino mira ahí
está el borrachote de Varela que volvió a agarrar la jarra-. Se
despidió y me entregó una tarjeta de visita que decía, dice porque
la conservo con cariño: Manuel Varela Quezada, gente de siete
oficios, bebedor las 24 horas del día, salvador de viudas y
fortunas, lector infatigable, y aunque no lo decía, lo digo yo,
amigo cabal, maestro imborrable, personaje inolvidable.
Comentarios
Publicar un comentario