El EJÉRCITO ¿LIBRE DE TODA SOSPECHA?
Ayer
se conmemoraron 50 años de la tarde de Tlatelolco y todavía un
escalofrío me recorre la columna vertebral, mi piel se eriza y la
angustia me sofoca. ¿Cómo pudo ser? ¿Por qué?
Soy
de la generación del 68, me tocaron algunos de los sucesos del
llamado “movimiento estudiantil”. Algunas marchas, algunas
guardias en C.U., la distribución de panfletos, las brigadas de
información, no el 2 de octubre. La arenga democrática de entonces
se transformó ese día en un alarido de dolor, impotencia, furia,
estupor y luego en silencio, pero continuaron los estertores y ahora
cinco décadas después las reivindicaciones republicanas de entonces
se vuelven a escuchar. Ojalá que ahora encuentren oídos para
escuchar.
Hace
unos días un juez de Tamaulipas ordenó la creación de una comisión
para que el gobierno investigue, de nueva cuenta, e informe los
hechos ocurridos durante la noche del 26 de septiembre de 2014, en la
que 43 alumnos de la normal Isidro Burgos fueron secuestrados y
continúan desaparecidos.
El
Gral. Salvador
Cienfuegos,
titular de Sedena, declaró
que
la comisión "representa un riesgo para las actividades
operativas que tiene encomendadas el instituto
armado".
Un
lector de noticias, ahora les llaman comentaristas, aunque no se
apartan ni un ápice de su “línea editorial”, señaló al aire
en una cadena nacional radiofónica que sería muy peligroso formular
una denuncia en contra del ejército mexicano, y proceder a una
investigación porque se estaría cuestionando al último bastión de
la seguridad y el orden, palabras mas, palabras menos. Considero
que tiene razón, aunque creo que mis razones difieren de las del
comunicador. La lealtad del ejército ha sido proverbial aunque
Victoriano Huerta y Saturnino Cedillo formaban parte también del
ejército, el Colegio Militar y el propio cuerpo armado como
institución, finalmente coadyuvaron para la institucionalización de
la revolución y la instauración de una “paz” que, mal que bien,
ha permtido la continuidad y recientemente la alternancia.
El
ejército ha sido una institución a la que durante muchos años no
era factible cuestionar, menos aún condenar. La disposición
constitucional que señalaba, por ejemplo, que cuando “paisanos”
(sic) se viesen envueltos en hechos presuntamente ilícitos con
personal de las fuerzas armadas, conocerían los tribunales del orden
común, fue letra muerta. Aferrados a disposiciones del ordenamiento
de justicia militar, evidentemente anticonstitucionales (decían lo
contrario a la carta magna), continuaron
violando la Constitución al conocer los tribunales militares de las
conductas de militares involucrados con “paisanos”. El Poder
Judicial como el comisario del corrido de Pancho Madrigal, fue, si no
muy valiente, bastante muy precavido, de manera que los tribunales
militares siguieron despachándose con la cuchara grande.
Fue
hasta que la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en algún
momento presidida por el Dr. Sergio García Ramírez, conminó al
estado mexicano a tomar medidas acordes con los compromisos
internacionales, que se modificaron el artículo primero
constitucional, sin duda la reforma mas importante en materia de
Derechos Humanos desde el 5 de febrero de 1917, se
modificaron otras disposiciones y se hizo efectiva la sentencia que
condenó al estado mexicano a indemnizar a la familia de Rosendo
Radilla, por su desaparición forzada a manos de un grupo de soldados
del ejército mexicano. Como en muchos otros casos, incluso en
reformas electorales, fue necesaria la presión del extranjero para
modificar las regulaciones legales de nuestro país. ¡Bienvenidas si
con ellas avanzamos en la legalidad y en la democracia!.
No
ha sido la única condena a soldados y seguramente habrá mas. Ello
no significa ni que el ejército como institución no sea respetable,
ni que el desdoro de unos se extienda a todo el cuerpo armado. La
madurez y prudencia debe privar, tanto en los que defienden a
rajatabla a las instituciones y no admiten la posibilidad de que sean
cuestionadas por ningún concepto, como en los que consideran con una
visión anarquista ciertamente “demodé” que las conductas
ilícitas de unos, como el “original”, sea un pecado específico
que contamine
a todos los miembros de la especie.
Sin
duda la decisión del presidente Felipe Calderón, tomada
presumiblemente en un rato de no conciencia plena, ha sido la mas
mortífera decisión presidencial, dados los resultados, salvo quizás
la decisión de suspender los cultos religiosos del general Plutarco
Elías Calles, que diera origen a la “Cristíada”. El costo de su
“guerra contra el narcotráfico” matizada luego como “combate a
la delincuencia organizada” ha
sido altísimo,
en miles de vidas, en miles de desaparecidos, en millones de adictos,
en miles de millones de pesos del presupuesto que bien pudieron
haberse destinado al apoyo profesional a los adictos. Lo he dicho y
lo repito, estoy plenamente convencido de que, mientras las
adicciones se sigan viendo como una cuestión de seguridad nacional y
no como un problema de salud pública, los resultados negativos
seguirán aumentando.
La
decisión de Calderón forzó a las fuerzas armadas, Ejército y
Marina a desempeñar funciones para las que no se encontraba y
probablemente no se encuentra preparado. La policía debe actuar bajo
un protocolo de uso de la fuerza, porque su función parte de
preservar las vidas de todos los involucrados en hecho ilícito, para
lograr el castigo del infractor y su eventual reinserción,
garantizar la reparación del daño a los ofendidos, preservar el
estado de derecho y la seguridad pública. En tanto que las fuerzas
armadas son preparadas para aniquilar al enemigo.
El
ejército como toda entidad pública tiene una responsabilidad ante
la soberanía popular, que para efectos de gobernanza se divide en
varias funciones (antes poderes), a
nadie debe ni sorprender, ni preocupar, menos alarmar, que cualquier
servidor público que presuntamente viole la ley, pueda ser llamado a
cuentas por las instancias de autoridad correspondientes. No es sano
para un sistema democrático que se cuestionen las instituciones
cuando desempeñan sus tareas, y eso incluye a la función judicial,
aún cuando juzque a integrantes del ejército o la marina.
En
prácticamente todos las “ciudades militares” e instalaciones de
la Sedena, en el país, el general Salvador Cienfuegos, ordenó
colocar y allí están, letreros claramente visibles en que las
fuerzas armadas por su conducto, hacen profesión de respeto a la
legalidad y a los Derechos Humanos. He aquí una magnífica
oportunidad para la institución armada de ratificar la confianza que
el pueblo le tiene, sometiéndose como debe ser en una república, a
los órganos jurisdiccionales, a la Constitución y a las leyes que
de ella emanan, como todos los que desempeñamos un empleo, cargo o
comisión pública protestamos.
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