MUERTOS DE MENTIRAS Y MUERTEROS DE VERAS
Aguascalientes, la del agua
caliente,
que lo mismo mejora las reumas,
que deja inmediatamente
cualquier pollo sin plumas, yo lo
sé.
Aguascalientes, la de Alberto
Fuentes D.
el que te abrió una calle quien
sabe para qué.
Hidrotermópolis de José F.
Elizondo.
Hace unos días, no muchos, falleció
Don Abraham Juárez, agente de pompas fúnebres (como le llamaban
antiguamente) después de haber completado mas de un centenar de años
de vida productiva dedicado a un trabajo que mas de alguno ve con
resquemor, cuando no con cierto desdén, como si su cercanía nos
atrajese un arcano que, para bien o para mal, permanece insondable
hasta la fecha: “Hermano, morir habemos, como y cuando no lo
sabemos”, se dice que era el saludo obligado de los monjes
Cartujos, cuando hablaban.
El papá de Don Abraham trabajó
para Don Alberto Fuentes D., el coahuilense que quizás por obra y
gracia de otros de sus ilustres paisanos fuera jefe político de
Aguascalientes, en los últimos años del gobierno de Don Porfirio
Díaz. Hace algunos años en su casa de la pequeña colonia del
Carmen antesala de la Altavista, en donde habitó hasta sus últimos
días, Don Abraham me platicó una anécdota que pinta de cuerpo
entero a los Juárez y que explica el trabajo que han ejercido con
dignidad, respeto y caridad, por mas de un siglo.
Cuando Don Alberto Fuentes D. llegó
a Aguascalientes para ocupar la jefatura del gobierno, nuestra tierra
no era entonces, ni mucho menos, ejemplo nacional, ni tenía un
ingreso per capita alto, no se conocían mas orientales que algunos
que tenían un café en las cercanías de la estación del
Ferrocarril, el paseo dominical además de la estación era ir al río
de los Pirules y en tiempo de aguas los paseos a algún paraje
cercano como el Sabinal, la hacienda de Peñuelas o la de Malpaso. La
avenida principal era la calle Centenario, ahora Juan de Montoro.
Entonces el ser jefe del gobierno de un estado modesto como
Aguascalientes, aún con sus importantes talleres de ferrocarriles y
la Fundición Central, no era tan buen negocio como ha resultado
para algunos gobernadores recientes que, por recordar a Don Guillermo
González (a) El Cabezón viene a cuento la anécdota. Dicen que
alguien impresionado por la clase y el generoso dispendio de Don
Guillermo le preguntó imprudentemente: “Oiga, y Ud. ¿es rico de
abolengo”, “No señor- contestó con su simpatía y cachaza- soy
rico de a madres”. Para ayudarse, Don Alberto, hubo de poner una
funeraria lo que le valió el sobrenombre de “el muertero”.
Aunque el gobierno no producía como
les ha producido a algunos, y la funeraria no tenía suficientes
clientes como habría de tener en los años de la Revolución, Don
Alberto hubo de tener un factor que se hiciera cargo del negocio
mientras el patrón despachaba en la casa de gobierno, y contrató al
Sr. Juárez. Por cierto y dicho sea de paso, aunque merecería mucho
mas que una mención apresurada, el jefe del gobierno se trajo a un
joven y brillante coahuilense que había hecho estudios destacados en
Europa y que, antes de cumplir la treintena ya había desempeñado
varías secretarías en esta su tierra adoptante: David Berlanga, el
mismo que fuera sacrificado por Francisco Villa, al intercambiarlo
por Paulino Martínez con Emiliano Zapata, en el desgraciado convenio
al que Martín Guzmán denomina “Pacto de Chacales”.
Era época de vaivenes políticos y
en alguno de ellos ocuparon la plaza facciones contrarias a Fuentes
D., que por cierto se confesaba y ostentaba como anarquista (¿verdad
Juanpis?). En riesgo su vida, la salvó por su sangre fría y la de
su leal empleado, amortajado y ocupando un ataúd, en compañía de
otros muertos de veras, fue sacado por la carroza tirada por unas
mulas que conducía el Sr. Juárez. Librado el cerco militar, Don
Alberto Fuentes D. huyó hacia el norte, en donde pudo esconderse
durante algunos años. Medio pacificado el país y haciéndose cargo
del poder ejecutivo otro coahuilense ilustre Don Venustiano Carranza,
pudo regresar a Aguascalientes. El Sr. Juárez se había hecho cargo
de la funeraria cumpliendo con un trabajo honrado que también era
una tarea cristiana y, no pocas veces, una obra de caridad.
Regresando el patrón y como dice el refrán “sobre el muerto las
coronas”, religiosamente el factor le hizo entrega del producto de
su trabajo durante los meses que se hizo cargo de la agencia de
inhumaciones. Peso sobre peso, ¡qué digo!, bilimbique sobre
bilimbique, hizo entrega de lo obtenido. Dinero que solo tuvo
vigencia y valor mientras la facción que lo imponía ocupaba la
plaza y que ahora, al tiempo de rendir cuentas, no valía mas que el
papel de estraza en que lo había envuelto y ocultado en la
caballeriza. ¡Oh, decepción!.
Leí la esquela y me remonté cuatro
décadas atrás. Los Juárez habían seguido en su trabajo y ahora su
funeraria estaba en la esquina de José Ma. Chávez y Hornedo,
precisamente frente a la pila del Obrador, inmueble que ahora forma
parte del de este diario que me brinda hospitalidad cada semana.
Cruzaba hacia Palacio en donde se encontraban los juzgados cuando un
veloz automóvil (30 o 40 kmts. por hora) me hizo saltar el último
tramo de la calle Chávez. Don Abraham Juárez estaba en la puerta de
la Funeraria. Volteé y le dije “ya le andaban consiguiendo
cliente”. Se me quedó viendo, de una ojeada me abarcó de arriba a
abajo y me dijo “también tengo de su talla”.
Cuando muchos de los de su oficio
endurecen el corazón y actúan con disimulo de las penas de los
dolientes, Don Abraham se hacía cargo de sepultar a los muertos, no
sólo a los cadáveres. En el argot policíaco de entonces, llamaban
muertos a los que sus familiares no tenían manera de pagar un
sepelio decoroso. A los humildes, a los desheredados, a los
desconocidos, la carroza y la caridad de los Juárez daban un último
trato digno a quienes, quizás, pocas veces en su vida habían
tenido.
Descanse en paz este muertero, que,
como diría Humberto G. Tamayo, no se pasaba de “vivo” con los
muertos.
Comentarios
Publicar un comentario