LUTO NACIONAL UN CHAMÁN EN PALACIO

El presidente Andrés Manuel López Obrador encabezó una ceremonia en Palacio Nacional, en la que luego de ser sahumado y haber declarado tres días de luto nacional por las víctimas de la COVID19, procedió a una ofrenda “una flor para cada alma” recordando a los muertos por la pandemia. La ceremonia religiosa practicada por etnias indígenas de las que AMLO insiste en llamar pueblos originarios se llevó a cabo en el patio principal, que fue adornado con los elementos propios de esas tradiciones. El presidente fue ataviado con parafernalia ritual para la ceremonia que según la información correspondía a los wixarikas, conocidos como huicholes, aunque al parecer esta es una denominación despectiva.

Esto no pasaría de ser una más de las ocurrencias distractoras de AMLO en las que desvía la atención de la cuestión fundamental, que en este caso no es como dijera el subsecretario López Gatell: “los que fallecieron, fallecieron”, sino ¿por qué fallecieron?, ¿cómo puede ser que un supuesto especialista se haya quedado corto en el pronóstico más catastrófico?, ¿Por qué no se hizo casos de los especialistas de organismos internacionales, de la UNAM, de los hospitales públicos y privados y se aplicaron las medidas que todavía hoy con casi 100,000 muertes se resisten a aplicar?, ¿Por qué el consejo de salud, qué es el órgano constitucional responsable de tomar las decisiones e implementarlas en esta materia, fue hecho a un lado?, ¿Por qué AMLO tercamente insiste en su mal ejemplo a pesar de que está aceptado mundialmente la utilidad del uso del cubrebocas?, esta pantomina no pasaría de serlo si no implicara también violaciones graves a la Constitución General de la República.

Ya es bastante delicado que el presidente en pleno repunte mundial de la pandemia siga apostando a una política de no hacer nada y dejar que el tiempo transcurra sin una clara definición, ni en cuanto a toma de decisiones ni en cuanto a implementación de medidas. La esperanza de que la inmunidad de rebaño tarde o temprano nos llevaría a controlar el contagio y las muertes fracasó en México, como fracasó en Suecia y como fracasó en Bélgica. El manejo del método “centinela” sin hacer pruebas, sin dar seguimiento a los casos, sin ser el aplicable a este virus tuvo que ser abandonado y la única medida real tomada fue el método saliva: palabras y más palabras. Habrá, espero, en que la población tome conciencia de la gravedad de una política criminal que nos condujo a un número de muertes que pudieron evitarse de haber seguido las prácticas que en el mundo mostraron ser efectivas: Nueva Zelanda, Corea del Sur, Japón, por citar de las más representativas.

México por decisión política fundamental, por necesidad histórica, por respeto a la libertad de creencias, adoptó desde el emperador Maximiliano I, ratificado también por el presidente circunstancial Benito Juárez, la libertad de cultos y la laicidad del estado. La historia del país nos recuerda lo riesgoso de los enfrentamientos en los que la religión toma partido, llámesele Guerra de Reforma, Guerra Cristera o los enfrentamientos entre etnias en Chiapas y Oaxaca derivadas de la penetración de sectas religiosas.

Que el presidente realice una ceremonia religiosa en Palacio Nacional es claramente una violación de lo preceptuado por el artículo 130 constitucional que prohibe la realización de actos públicos de carácter religioso. Podrá decirse que todos los días se viola este precepto por la Iglesia Católica y por otras asociaciones religiosas que utilizan los medios de comunicación masiva para la difusión de su doctrina e incluso, como en el caso de la iglesia “La luz del mundo” que con la aprobación gubernamental realizó un evento con claras proyecciones religiosas en el Palacio de las Bellas Artes, pero precisamente por eso está más obligado el presidente a ejemplificar y ceñirse al texto de la Constitución, que protestó cumplir y hacer cumplir. Cumplirla no es potestativo, es taxativo.

El Palacio Nacional no es la casa del presidente, por más que con la modestia que le es propia renunció a vivir en la residencia oficial para no gastar, sino que es la sede del Poder Ejecutivo, lo que implica que tiene también una función simbólica relevante para el país. El presidente no puede manejarse como si el Palacio Nacional fuera un teatro para el montaje de sus sainetes, operetas, exequias o autos sacramentales. Precisamente por ello, las ceremonias religiosas, así sean las de los pueblos originarios infringen la naturaleza laica del estado al realizarse en el espacio sede del responsable máximo de cumplir con la Constitución.

Si se considerara que no se trató de una ceremonia religiosa sino sólo de una representación teatral, en la que se utilizó a los wixarikas para dar marco a la decisión presidencial de anunciar el luto nacional, entonces tendríamos un escenario peor. Valerse de los indígenas y de sus ceremonias religiosas como escenografía o telón de fondo para su actuación importa una total falta de respeto no sólo para las etnias y sus creencias sino para los demás mexicanos que mayoritariamente profesan otras creencias religiosas.

Muy seguramente el montaje es achacable a la no Primera Dama y al productor de telenovelas Epigmenio Ibarra, pero no estaría de más recordarle a los inquilinos de Palacio que la historia del país y su futuro no puede escribirse como un guión en que se pasa por alto la Constitución, las leyes que de ella emanan y las creencias de un sector mayoritario de la población.


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