LYNCH VUELVE A ATACAR
Ayer
murió el Huevo, adicto desde adolescente, el sostener su vicio lo
llevo a la tumba. Al introducirse a robar, el robo nuestro de cada
día, fue sorprendido y los comerciantes afectados hicieron justicia
a su manera. Las penas acumuladas de los 197 ingresos que tuvo a la
Policía por pequeños latrocinios, faltas a los reglamentos nunca
hubieran sumado toda una vida. Ningún juez le hubiera aplicado una
sanción ni de cadena perpetua, mucho menos la pena de muerte, a la
que injustamente lo condenaron y ejecutaron la sentencia un grupo de
hombres justamente indignados, azuzados por la indignación,
espoleados por la nula respuesta de las autoridades y furiosos (fuera
de si) por la contumacia sin castigo, le golpearon hasta matar. Otra
muerte inútil. Un hombre muere en mí, dice Jaime Torres Bodet,
siempre que un hombre muere en cualquier lugar, asesinado por el
miedo y la prisa de otros hombres. No importa si se trata del Huevo,
de Cary Chessman, de Luis Donaldo Colosio o de Martin Luther King.
La
dignidad humana no se degrada. Se pervierten conductas, se desvían
caminos, se corrompen propósitos. Las leyes, los hombres que hacen
las leyes se erigen sobre los demás para poner cercas, limitar
derroteros, comprimir voluntades, como depositarios de una intención
común cuya existencia es imposible. Los que las aplican señalan a
los individuos, los segregan, los sancionan. Les aplican marcas
indelebles que proclaman que no son aptos para vivir en comunidad.
Pero ¿que saben los que hacen las leyes y los que las aplican de las
circunstancias que orillaron a un hombre a ser el marcado, el
pervertido?. Dice Rolandino Passaggeri en su extraordinaria Aurora:
“Porque ni el que planta ni el que riega saben nada, sólo Dios
fructifica las plantas” y quizás también solo Dios las pudre.
Pero, la dignidad permanece incólume porque su naturaleza es
incorruptible.
Le
llaman linchamiento y la palabra pretende sonar menos fuerte que
asesinato, como los arabescos desteñidos de viejas cortinas, que
despojadas por la luz, que envidiosa les arrancó sus brillos
condenándolas a la opacidad y oscuridad de los desvanes, pero que
deslavadas y desbrilladas, siguen siendo cortinas. El linchamiento
sigue siendo asesinato, asesinato proditorio con los agravantes que
las leyes consignan. Los señores de la ley, pomposamente ahora les
llaman los operadores legales, resolverán desde su alto sillar
encaramado en el “Palacio de la Justicia” y sentenciarán a un
grupo que empuñó las armas homicidas. Sea cual sea el veredicto,
habrá muchas culpabilidades impunes. El que esto escribe, que no
alzó la voz contundentemente condenando las tentativas de
linchamiento que habían anticipado que habría una consumación,
lleva su parte de culpa. La lleva también los que enardecidos a
través de los medios de comunicación exaltaron la venganza que
secundaron los oyentes que a coro festinaron la posibilidad de
linchamientos. Una tajada grande de la culpabilidad corresponde, que
duda cabe, a la autoridad omisa en sancionar las faltas que fueron
aumentado la olla de presión de la comunidad hasta la explosión
incontrolada. La tardanza en la respuesta policíaca del tortugoso
911 que ante la apremiante necesidad de respuesta de la autoridad,
contesta con una anodina y desesperante grabación que enardece aún
mas los ánimos caldeados: “nuestros operadores están ocupados,
permanezca en la línea”, una línea plana que se prolonga en el
tiempo y que contradictoriamente reduce el espacio de la acción,
hasta propiciar la respuesta violenta ante la desesperación de la
nula respuesta. Si no en la muerte, si en la fábrica del ataúd,
participan todos los que, consumado el hecho lo festinan, lo
justifican y abonan el sembrado del odio y preparan la cosecha de la
venganza.
La
adicción, las adicciones, los adictos, están presentes en la vida
diaria de nuestra comunidad. La iniciación en esa carrera mortal,
ocurre en algunas zonas desde los 8 o 9 años de edad. Enrolados los
niños, los adolescentes, se convierten en presa fácil para ser
instrumentos de la delincuencia organizada. Son piezas fungibles,
desechables. Siempre habrán otros enrolados, que sustituyan a los
desgastados, degradados e inútiles. La respuesta social es casi
uniforme: la condena. No hay redención posible. La combinación
pobreza, ignorancia, delincuencia es casi un determinismo social del
que nadie escapa. Un engranaje mas en la terrible metáfora visual de
Charles Chaplin en “Tiempos modernos”.
Ambas
cosas: la delincuencia impune y el linchamiento son signos
ineludibles de una sociedad enferma, que no tiene una respuesta
(prefiero no calificarla) para las conductas de las que es ocasión,
y que luego reprime, condena y sanciona. La sociedad tiene que
hacerse cargo también de sus delincuentes, de sus seres
antisociales, de sus enfermos físicos y mentales, aunque
frecuentemente van aparejadas. Si no ha sido la causa, si ha sido la
ocasión. Y podría desde luego, parafrasearse a Sor Juana “sin ver
que sois la ocasión de lo mismo que culpáis”. ¿Queda algo por
hacer? Sin duda, mucho. Lo primero reconocer que socialmente tenemos
un problema y un problema grave, que no es exclusivo de
Aguascalientes, pero que reviste características especiales. Por
alguna razón, hemos logrado abatir los delitos de alto impacto, lo
que nos convierte en una especie de oveja blanca en un rebaño de
ovejas negras, pero no hemos sido capaces de frenar la proliferación
de las adicciones, y nuestra respuesta, aparentemente la única, es
señalar con dedo flamígero a los contagiados, y como en la alegoría
de Saramago en su estremecedora “Ensayo sobre la ceguera”
contaminarnos de una ceguera colectiva, que no nos permite ver que
los antisociales también son sociales.
La
carencia de políticas públicas para la atención de los contagiados
o las políticas públicas que se centran en las áreas de protección
y no descubren, y por lo mismo no atacan, los núcleos duros del
problema, han costado a nuestro país mucho dinero, que va y viene,
aunque casi siempre va; muchas vidas que no retornan y la corrupción
de los organismos policíacos y militares. A mi manera de ver
considerar a las adicciones como un problema de seguridad nacional y
a los adictos sólo como delincuentes, distorsionan su
caracterización como un problema de salud pública. En tanto no se
ataquen las causas y se obstinen en combatir los efectos la sombra
ominosa del delito y la peor del linchamiento seguirán presentes.
Comentarios
Publicar un comentario